Salvador Ramírez García






QUIMERA






Sigo buscando, quimera,
la dulce tierra que anhelo,
una tierra entre iguales,
no de esclavos ni de dueños.


Que no hay ley más cobarde
que la que impone silencio,
esclavo no es quien padece,
si no quien calla por miedo.


Pero yo, lejos de dios o patria,
de ambición, religión o gobierno,
busco igualdad y justicia
en la quimera que anhelo.






SÍMBOLOS 



Mi patria eres tú,
que compartes mi lecho,
que me recibes en tu pecho,
que me iluminas con tu luz.


Para nada quiero banderas,
porque si no es por tu amor,
por tu risa y tu calor,
no moverá mi yo,
un simple trozo de tela.







VOLAR 




       Ansiaba volar. Sentir en su piel la fuerza del aire y ver la tierra desde una perspectiva nueva, diferente. Envidiaba a los pájaros y hasta a los humildes insectos pero ella había nacido humana y solo podía lograrlo en su imaginación. Añoraba la libertad que en el hecho intuía. Acercarse al suelo, huir de él, perderse entre las nubes… 
       Había probado cosas, si. Parapente, ala delta, paracaídas y, era cierto, con ello había vivido momentos sublimes, inolvidables. Esa sensación de dominio que produce observarlo todo desde arriba, el viento acariciándole el rostro, exentos los pies de la atracción de la gravedad. Nunca consiguió sentirse libre atada a aquellos artilugios cuyas cuerdas y correas le transmitían la verdadera condición de su ser y, con ella, sus limitaciones.
       Aquella tarde sintió más que nunca la necesidad de ser ingrávida, de moverse con absoluta libertad, ajena a toda atadura artificial y mundana. Sin embargo, la cuidad, la vida misma, la sujetaba con los grilletes del deber, con las cadenas de la responsabilidad, con el esplendor cruel de su limitada condición humana. 
       Esa certeza, no le permitía respirar, la ahogaba. Le faltaba el oxígeno y boqueaba rasgándose la piel de la garganta en busca de un aire que allí abajo no llegaba. Un aire que corría por encima de los inmensos rascacielos.
       Entró en el más alto de todos saltándose los controles hasta llegar a la azotea. Respiró. El aire que tal como lo pensó, corría suelto allí arriba. Le llenó los pulmones haciendo que la sangre circulase rauda hasta anegarle el cerebro. Paseó de un lado para otro disfrutando de aquella plenitud. El viento pegaba la ropa a su piel dibujando el contorno de un cuerpo firme y joven mientras impulsaba el pelo por detrás como si de una bandera que proclamase su ser se tratase. 
       Su caminar la llevó al borde del edificio. Desde él, observó el sol que en la lejanía intentaba ocultarse bajo el mar. Y a sus pies las líneas grises de las calles moteadas de destellos rojos y amarillos de las luces de los coches y pequeños puntos opacos que asociaba con personas que, como ella un tiempo antes, caminaban con rumbo incierto prisioneras de sus destinos. Un ruido a su espalda atrajo su atención. Dos palomas se arrullaban dedicándose una serie de picotazos que a ella le recordaron besos. Si, de aquellos que un día, tan lejano ya, le dejaron en el alma la misma ilusión y la misma libertad que le producía el viento. Unos besos que, sin explicación alguna, dejaron de ser y la encerraron en la cárcel de la autocompasión. 
       Esbozó una sonrisa en tanto se acercaba a las palomas que, sorprendidas, echaron a volar. La sonrisa se convirtió en carcajada y en una mueca dolorosa. Corrió por la azotea, abrió los brazos y voló. Durante un tiempo fue feliz. Disfrutó la libertad total de permanecer en el aire sin necesidad de correas ni ataduras. Se sintió ave e insecto a la vez. La más poderosa sobre la tierra mientras su cuerpo acudía a la llamada del suelo. Se hizo consciente del acercamiento rápido de la acera y hasta logró oír el impacto de su cuerpo contra ella, después… nada. 
       La oscuridad fue desapareciendo reemplazada por una luz lechosa que iluminaba la escena en mitad de la calle. Un grupo de gente se arremolinaba en la acera con las caras llenas de horror y los ojos desorbitados. Pudo ver el objeto de aquel terror. Un cuerpo que yacía aplastado contra el cemento sobre un charco de sangre que ese mismo cemento rechazaba. Y aunque no distinguía sus rasgos, supo que se trataba de sí misma. Poco a poco, la escena del suelo iba desapareciendo tragada por la oscuridad en tanto, por encima suyo, comenzaba a aparecer una claridad brillante. Se dejó ir. Una sonrisa tranquila y relajada le iluminó la cara y, por fin, ingrávida, liberada de su condición, sin ninguna atadura material, absolutamente libre, sintió que de verdad volaba.