José Luis Pacheco Díaz






CUERDAS ENROLLADAS





Como cuerdas enrolladas
sobre nosotros mismos
somos:
una punta de cabo y un final.
¿Dónde, cuándo y cómo...
lograremos,
siempre con exquisito ingenio,
desenrollarnos?







IGUAL QUE UN SUEÑO



Igual que un sueño
tejido entre mis sueños,
te enrocas en cada miligramo
de mi desnutrido cuerpo.
Como un vieja y desarbolada nave
varada en mis profundos mares,
respiras, levitas, crujes,
a través de mis solitarios atrios.
Y ya oculta flor en la negra madrugada,
supuras en mí el espeso zumo
de todos tus renacimientos.


¿Pero quién eres en verdad?
¿Desde dónde reclamas mis sentidos?
¿Por qué extraño designio
anidas en este vano universo?








THE END



"Sueño de sueños, hilados entre sueños, dentro de ese cine de máscaras que somos nosotros mismos: el cine de las sábanas blancas".

       El actor descorrió la sábana que ocultaba su faz bajo la luz de gas. Iracundo, corroído por el espanto de no saber dónde estaba, percibió primero el movimiento de las sombras que ocupaban los asientos de la sala y se tranquilizó; luego, algo más calmado, pudo advertir el andar titubeante y las exageradas perlas de sudor que se deslizaban por la cara amoratada de su antagonista en la película de cine mudo que protagonizaban.
       Sin embargo, en la pantalla, totalmente blanca, saltó la sangre y se esparció sobre la cabeza descoyuntada de una monstruosa muñeca, mientras siete caballitos de mar, que recorrían nadando los cielos, traían las primeras estrellas de la noche prendidas en sus pequeñas bocas. Los espectadores, petrificados, completamente absortos e imantado por las diabólicas butacas, tuvieron que contemplar a la fuerza cómo se desarrollaba la terrorífica escena. De pronto, los caballitos de mar convulsionaron abruptamente y se transformaron todos a una en un terrible dragón de siete cabezas que engullía cuanto encontraba a su paso. El fuego derretía los muebles del escenario, las hermosas telas de lino traídas expresamente desde Egipto. 
       Un atrezzista grito: "Fuego, fuego, el teatro se quema y con él se acaba la representación de cine mudo; salgan rápidamente, evacúen la sala".
       Mientras esto decía aquel pobre hombre, y los espectadores huían despavoridos, el dragón volaba rozando con sus nervudas alas el rico artesonado del techo del teatro y desportillaba a la vez las molduras que adornaban, con un recargado gusto rococó, los suntuosos palcos rematados por doradas pinturas. En ese justo momento, al oír los aparatosos gritos del gentío, desperté. Lamentablemente no pude ver la función completa. Otra vez será, espero -me dije-: que las pesadillas suelen repetirse siempre.








"TÓCALA OTRA VEZ, SAN"




       Hoy he visitado el Café de siempre: mi preferido. Pero lo he hallado casi vacío, sólo algunos parroquianos de media mañana charlaban plácidamente mientras disfrutaban de un café o una copa de bourbon. Y he de reconocer que miraba ansiosamente hacia un lado y otro del amplio salón por si aparecías. Me entretuve contemplando las volutas del humo de los cigarrillos que me parecían que dibujaban tu cuerpo al compás de la música de aquel piano que tocaba una lánguida melodía reconocible. No era esa exactamente, pero a mi mente llegaron de pronto las imágenes de la película Casablanca. En un segundo plano, por un insospechado prodigio de mi mente, logré tararear al mismo tiempo y sin perder el ritmo las emotivas notas de aquel otro piano. Las memorables palabras de Lisa Lund diciendo: "Tócala otra vez, San" , o "Tócala una vez. Tócala San", resonaron en mi cabeza, justo en el momento en que tú apareciste tras la barra del Moonlight: ahora sí digo el nombre del establecimiento en el que me refugio todas las mañanas para intentar poder verte. No siempre es posible lograrlo, aunque hoy sí lo he conseguido, y acompañado por el golpeteo de dedos sobre las teclas de un viejo piano, mi alma ha sobrevolado como un volcán de delirantes emociones con cada una de las notas de esa canción.
       Cuando has hecho acto de presencia, me has dedicado una sonrisa de complicidad como otras veces en que te apetece decirme algo y no puedes hacerlo porque tu jefe te vigila y espera que hables lo justo con los clientes. Yo no soy obviamente Rick Blaine, pero en una ocasión especial como ésta estoy dispuesto a creérmelo. Mira si es así que acabo de encender un cigarrillo Malboro para convertirme por un instante en Humphrey Bogart e incluso morir de amor por ti; aunque tú no lo sepas, ni siquiera lo sospeches. Ahora mismo te sigo mirando y mientras doy constantes caladas a este cigarrillo que mantengo entre mis dedos me parece que estoy junto a ti en el Café de Rick, pero como a él mismo le sucede, inevitablemente te me escapas, y ese es mi triste dilema, no en la gran pantalla sino en esta dura realidad que me toca vivir. "Tócala otra vez, San --me digo a mí mismo--, que mientras sigan sonando esas prodigiosas notas de piano podré mantenerla a mi lado unos segundos más, aunque sé que sólo ha de ser un sueño".